Entre los casetes y DVDs que dormitan en mi diminuta videoteca se encuentran dos de mis películas favoritas, cuyos títulos son similares pero distantes: Una vida sin reglas y Las reglas de la vida. Dichos títulos (y de hecho las películas) recuerdan que en muchos aspectos vivimos en una maratónica carrera hacia ninguna parte, pero con un miedo constante a no quedar rezagados, a no ser excluidos, a no ser aceptados aún cuando desconozcamos la razón por la cual estamos corriendo. Al parecer muchos conciben la vida con un único fin: Obedecer.
Estamos condenados a seguir los lineamientos que han definido las instituciones, la cultura, la religión, la familia, etc. Pero ¿hasta que punto cuestionamos las reglas que nos rigen? ¿Que pasa cuando los principios que han de garantizar nuestra libertad la cohíben? ¿Cuánto necesitamos de la sociedad, incluso del estado, y cuanto les damos nosotros para que se mantengan? Son sólo preguntas al aire que cada quien responderá en sus adentros. Me limito a decir que no es que obedecer nos haga felices, lo que ocurre es que no obedecer nos hace infelices; y si bien es necesario definir normas de convivencia para construír una comunidad, dichas normas deben sentar sus bases en al menos dos principios: Deben estar bien fundamentadas y deben garantizar la equidad. Quien sigue las reglas sin comprenderlas, es un esclavo del sistema.