LOS pies me guiaron, por las calles brillantes de plata y dorado producto del romance entre las lámparas y la lluvia nocturna, hasta el bar London, rodeado de estruendos multifolclóricos, provenientes de los demás bares de la calle; muy a diferencia de ocho años antes cuando dicho bar se encontraba solitario en una esquina a unas calles de distancia.
El rock, la cerveza, los videos. A ninguno de ellos recurro por instinto y sin embargo, cuando se combinan siento un bienestar que no se encuentra en otros entornos, o en algunos lugares más que en otros, como Abbot y Costello o Ministry diez años atrás. Es el mismo bienestar que se siente al compartir junto a quien se estima una conversación absurda o interesante, una cerveza, una película, una conferencia, un proyecto, una idea, una comida, una confesión, etc. De releer un libro de hojas ajadas, de escuchar un CD o un ver DVD mareados de tanto girar, o un VHS con la cinta rayada. Es la sensación de encontrar el hogar, pero no un hogar permanente, si no uno transitorio; uno al que se puede acudir justo cuando se necesita de algo que compartir.
Muchas veces en el primer encuentro con algo o alguien, sentimos aquélla sensación que nos indica que aquello que hemos hallado nos acompañará el resto de nuestras vidas; es el bienestar de dejarse llevar por el instinto, convirtiendo a las personas, libros, peliculas, olores, colores o lugares en amigos, cuya ausencia no hace infeliz, pero cuya presencia nos hace más felices aún, es decir, se convierten en complemento de lo que somos, o mejor aún, nos complementamos, cuando estamos con ellos. Cuando el instinto guía nuestros pasos, siempre nos conduce al hogar.