Las pautas eurocéntricas con que hemos sido programados desde la cuna nos víctimizan en un grado menor o mayor con el mismo dilema: el equilibrio entre el individuo y el mundo espiritual. Para muchos el dilema se resuelve a través de la castración de la vida espiritual utilizando una perspectiva radicalmente atea; para otros es la religión (generalmente derivada del cristianismo) la que ayuda a balancear el desequilibrio, o simplemente un modo de vida que acepta la existencia de un Ser Superior, lo que incentiva ciertas aptitudes de comportamiento benéficas para la vida en sociedad.
Para otra culturas, (cada vez más extintas debido al exterminio o la globalización), dicho dilema nunca ha existido, pues reconocen como algo natural que el cuerpo y el espíritu son caras distintas de la misma moneda. Para estas culturas (Por ejemplo China o tribus de la Amazonía) al tratar enfermedades del espíritu se cura el cuerpo y viceversa; y al tener todos espíritu, se conforma entre todos un Gran Espíritu, cual células de un mismo cuerpo, de manera que el sacrificio individual en pos de otro no sólo es bueno, sino también necesario para el contexto global. El ejemplo histórico más notorio de dicha visión del mundo, es la figura de Jesús que, de acuerdo a la doctrina católica, hizo el sacrificio espiritual más grande conocido al dar su vida por redimir los pecados de el resto de la humanidad, sacrificio que carece de sentido si se contempla desde un punto de vista científico o material.
Pienso que uno de los logros más significativos de la cultura occidental, incluso más que el método científico, es el reconocimiento de la persona humana y la formalización de sus derechos a través de la declaración universal de los derechos del hombre, pues nos libera del estatus de ser simples miembros de la colmena para reconocer que cada uno de nosotros es un universo único y valioso, no sujeto a los caprichos de otro. El problema es que nos hemos excedido en nuestras diferencias, y el poder, la riqueza, los lujos, la fama, o el conocimiento, dejan de ser dones para convertirse en diferenciadores, que atesoramos en vez de compartirlos, aún a costa del resto del planeta, sin importar si somos o no uno con él.