Tras salir el trabajo, por el camino de pasto bañado por la lluvia matutina, árboles refrescados y olor a tierra húmeda que sigo para tomar el autobús que me conduce a mi casa, vino a mi memoria un suceso acontecido hace unos meses en el mismo trayecto: Tomé el autobús y desde el momento en que lo abordé percibí un olor a excremento humano que mi sensible olfato no pudo evitar reconocer; cuando avancé hacia la parte trasera del vehículo y me senté junto a una chica, noté que el olor era ahora más intenso, pero disimulé la incomodidad durante todo el trayecto, como solemos hacer en casos similares, y traté de evitar hacer suposiciones sobre cuál de todos los pasajeros era el origen del olor. Al bajar del vehículo, por curiosidad miré debajo de mi zapato para confirmar mi inocencia, y me encontré son una inmensa sorpresa olorosa que me hizo sonrojar cuando pensé en los pasajeros del bus que se alejaba.
Quizá se deba a nuestro egoísmo innato, pero situaciones similares pasan muchas veces al día, y es tan común culpar a los demás por las cosas que nos afectan negativamente, que muchas veces nos acostumbramos a no responsabilizarnos por nuestras faltas. Ocurre, por ejemplo, cuando culpamos a nuestra competencia de la reducción en ventas, debida en realidad a que no hemos hecho nada por mejorar el servicio; cuando culpamos a un mal docente de no habernos enseñado, pese a que era nuestra responsabilidad aprender por los medios que fuesen necesarios; cuando la policía nos infracciona justamente; incluso, cuando chocamos o tropezamos y pensamos que no hubiese sucedido de no haber cedido el paso a a alguien mas momentos antes. Desde que descubrí esa tendencia he tratado de pensar primero en mi responsabilidad antes de culpar a alguien más, sin embargo, en ocasiones estoy tan seguro de mí, que ni siquiera otorgo el beneficio de la duda a la inocencia de los demás, lo que me parece, si me perdonan la expresión, una cagada.